"Sólo los solos saben saborear la sal soluble de los solitarios. Sosegadamente"...





Él y yo leíamos diccionarios en la noche.
Tocábamos sin orden el oasis de la O
y oblaba el orvallo órfico Otomano
el omnívoro ombligo omicrón originario
el otoñal océano ofensivo, olvidado.
El oleandro....

Él era el ojal onírico de la oración.

En la levadura de la L longitudinal
latíamos con la lasciva ligereza del láudano
y el loro libamen de los lémures.
Levitaba luego la leche Lakista en el litoral del Logos
y liaba el laúd el libidinal limen del lenguaje.
Él era el lecho lila de la letra.

En la ganzúa ganglionar de la G y su galimatías
giraba geórgico el glorioso garbanzal geodésico
y gemía el giorno de las garbosas gramíneas.
La girándula. La ginebra.
En la glicerina del gerundio genitivo galopaban las garzas
y el garambullo geminado en gárgolas de gasa.
Él era el garabato de mi genealogía.

Y en ñisco ñorbo de la Ñ
tan ñufla, tan ñuridita, tan ñuta
se ñangaban el ñame, el ñu y el ñiquiñaque
en el ñanduti del ñaure.
Él era un ñandú.

Una pátina de P para mi padre
el perturbado palimpsesto de pan y piedra
el pesar patológico de los penumbrosos piélagos.
El pecio que paladeaba el panal de las palabras y sus péndulos
pedagógicamente prodigando las póstulas de la pandemia:
la puntual parálisis de la primogénita.
El padecimiento purpurino de la psicastenia.
Por los páramos del papel la pesadumbre preña
el principio y el presagio
el peligro de perderse permanentemente parco
en la prístina púa de la primavera.

Pausa pido y serpentea sonora la savia de la S
su sístole:
sólo los solos saben saborear la sal soluble de los solitarios.
Sosegadamente.
 
 
Cristina Rivera-Garza...

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